Para hablar de William, a quien he llamado siempre príncipe, necesitaría varias páginas, pero voy a tratar de resumir en una cuartilla algunos detalles de él.
Empecemos por decir que físicamente se parece a Onassis, El griego. Que cuando llega a un país nuevo busca en los directorios telefónicos los nombres de amigos o excompañeros de estudio para invitarlos al concierto de su hija. Hace promesas para determinados hechos. Por ejemplo, no se rasura hasta cuando su hija llegue a determinada venta de CD. Una vez le salió un quiste y pensó que era cáncer, y antes de entrar al consultorio del médico le dijo a la Virgen: “Que no sea maligno lo que encuentren y te prometo tomarme dos tragos de licor por salida, de por vida”. Y lo ha cumplido.
Cuando llegó por vez primera a Brasil mostró el pasaporte de Estados Unidos que él tiene, porque nació en Nueva York, y allá le dijeron que a ese documento le faltaba una firma. No lo dejaban entrar, porque los brasileños le dijeron que así como EU exige pasaporte a los brasileños, ellos se lo exigen a los norteamericanos. Entonces William mostró el pasaporte colombiano, y así pudo entrar. Entonces él dijo: “Caray, este es el único país donde el pasaporte colombiano vale más que el norteamericano”.
Cuando está en Barranquilla le gusta el ‘frozo malt’ de la Heladería Americana, y siempre se mantiene por el Trípoli, su lugar preferido.
Le gusta cantar tangos desde mucho antes de que apareciera De la Rúa, y le gustan los boleros. Malo para contar chistes.
Alguna vez, para hacerle un favor a Michel Shrem, le sirvió de taquillero en una corrida de toros en Barranquilla.
Finalmente, por ahí tiene un doble que lo incomoda a cada rato, pero son gajes del oficio. Ser padre de Shakira tiene su precio.
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